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Acotaciones
, 28, enero-junio 2012
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Esta aparentemente sencilla ecuación —por un lado, el trabajo a partir
de lo personal, y por otro, el modo de mostrárselo a los demás— delimita
unos procedimientos de verdad que encuentran en la figura del testigo
una singular concreción histórica: el artista como testigo de sí mismo. En-
tre una cosa y otra se alza inevitablemente el hecho de la representación,
la ficción como lugar desde el que construirse frente a los otros, incluyen-
do ese otro que somos nosotros mismos. No es un azar que la figura del
testigo, convertido la mayoría de las veces en víctima de aquello de lo que
habla, haya alcanzado en la historia contemporánea el protagonismo del
que goza. De cara a nuestro estudio tiene además el interés de movilizar
una fuerte dimensión escénica. El objetivo de estas reflexiones es discutir
la posición del «actor» contemporáneo —entendiendo el término «actor»
en un sentido amplio— en relación al lugar del testigo como construcción
simbólica y mecanismo social de producción de verdad y por ello de estra-
tegia de poder; en otras palabras, la figura del testigo como posible dra-
maturgia para dar sentido a un tipo de relación escénica, o sea, de alguien
que actúa frente a los demás.
El testigo remite al sujeto físico de la producción de un relato, al suje-
to de una enunciación. Agamben recurre a la posición del superviviente
como paradigma para entender este lugar. El testigo habla porque hay
algo o alguien que ya no puede hablar por sí mismo, da testimonio de algo
pasado, que él vivió y a lo que sobrevivió, algo que como suceso ya no
existe más. Siguiendo a Lévinas, Agamben insiste en que el testigo per-
fecto tampoco existe, pues sería el que no sobrevivió, el que murió, aquel
que ya no puede dar testimonio de lo que pasó. El hecho del testimonio
se construye, por tanto, desde una imposibilidad o limitación. No existe
el testigo perfecto. El afán por recuperar el pasado, por volver a levantar
en escena lo que ya pasó, que ha marcado gran parte de la historia teatral
y de la propia concepción del hecho escénico, define también la figura
del testigo. Sin embargo, el testimonio integral sería su cuerpo mudo, es
decir, un testimonio sin posibilidad de palabra y por tanto de política. Un
testigo mudo pareciera ir en contra de la dimensión política con la que en-
tendemos hoy esta figura. Cuerpo y palabra, estas son las dos dimensiones
sobre las que Agamben articula el lugar del testigo; la primera se relaciona
con el ser viviente, que remite a su comportamiento biológico, y la segun-
da con el ser hablante, sobre la que se construye su condición social.
Necesitamos que el testigo pueda hablar para que dé testimonio de lo
que presenció, de lo que pasó y le pasó. Sin embargo, el testigo es en pri-
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