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Acotaciones
, 28, enero-junio 2012
mer lugar un cuerpo-confesión, lo que nos interesa es su pura presencia,
el relato de vida escrito en su cuerpo, las marcas que ese pasado dejaron
en él. Lo queremos ver a él, verlo de cerca, llegar a tocarlo si fuera po-
sible. Incluso si no es capaz de hablar con fluidez, si su memoria ya no
le permite hilvanar el relato de lo que sucedió, queda su cuerpo como
testimonio mudo, la base experiencial que garantiza la verdad de su pa-
labra. No queremos solo comprender lo que nos dice, sino llegar a sentir
lo que pasó, lo que le pasó. Si comparamos el relato que puede hacer el
que estuvo en el lugar de los hechos y el relato que de esos mismos he-
chos puede hacer un especialista que no estuvo allí en aquel momento,
pero que ha dedicado años a investigar lo que allí pasó, ¿a quién vamos
a creer más?, o mejor dicho, ¿a quién nos interesa escuchar antes?, ¿a
quién nos gustaría ver antes?, incluso si el primero por su edad avanzada
o los años transcurridos apenas guarde un recuerdo nítido de lo que pasó.
Pero a pesar de que es en el cuerpo donde se cifra la relevancia del testigo,
la sociedad, el público, el juez o el médico necesitan además que hable,
escuchar ese cuerpo-historia convertido en palabra, la encarnación del
verbo, una vieja utopía no solo escénica sino también política. Cuando el
testigo da testimonio de sí mismo el relato se convierte en confesión. La
confesión del testigo es la posibilidad puesta en escena de dar un lugar
físico a la palabra, de dar cuerpo a la política. La aparente naturalidad de
este puente entre cuerpo y palabra es lo que la hace más sospechosa como
procedimiento legitimador.
Por esa posibilidad pasa hoy la dimensión política del hombre según
una manera de entender y explicar la política consensuada socialmente al
menos como discurso teórico. No creeremos, al menos en teoría, al po-
lítico que no legitime con sus actos lo que dice con sus palabras. Ahora
bien, el testigo sin voz, sin historia, se queda sin derechos y finalmente sin
un escenario (social) para su cuerpo. La construcción de un lugar frente
al otro, es decir, finalmente frente a uno mismo, la posibilidad de la al-
teridad, tiene que ver con la enunciación aquí y ahora de ese lugar de la
palabra, un lugar por tanto esencialmente escénico, y esa posibilidad es
una posibilidad política, la posibilidad de hacerse público, de ser visible a
través de la palabra frente a los demás y, en definitiva, frente a nosotros
mismos.
A partir de los años noventa la creación escénica, de manera especial-
mente clara en el Estado español, ha colocado la palabra en ese lugar
difícil y hasta contradictorio que es el cuerpo-testigo. Son escenarios que
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